Ucrania, un año después: ‘Si no nos defendemos con armas, con qué nos vamos a defender’

Anna Karpinska en su entrevista en Radio Horizonte

       Aurelio Maroto

      El 3 de marzo de 2022 llovía sobre La Solana. Las gotas de agua sacudían la lona de la carpa de carnaval, aún caliente tras la fiesta recién terminada. A esas horas también caía un aguacero en el este de Ucrania, pero no era agua, sino bombas. Anna Karpinska, ucraniana residente en La Solana desde hace más de dos décadas, hacía de tripas corazón para hablar ante el micrófono con un doble propósito: denunciar la invasión y reclamar ayuda internacional. Muchos ojos se enrojecían mientras Anna hablaba. Había rabia e impotencia a partes iguales. Había desazón.

Un año después, la guerra sigue, la muerte se multiplica y Ucrania se desangra en todos los sentidos. El 24 de febrero, coincidiendo con el primer aniversario de la guerra, se celebró una concentración en la Plaza Mayor, con 5 minutos de silencio. Un acto simbólico para recordar un conflicto que, desgraciadamente, hemos normalizado.

       Serena, con esa sonrisa que, a pesar de todo, no la abandona, Anna Karpinska vuelve a los estudios de Radio Horizonte. Necesita seguir haciendo visible lo invisible, y no solo el aguacero de bombas y muerte que sigue cayendo sobre su tierra eslava, sino también su gratitud. Se muere por que los solaneros sepan cuan agradecida está por la ayuda recibida. “El pueblo se volcó de una manera impresionante, no tengo palabras para agradecerlo”, dice con cara de emoción. Aquella respuesta fue súbita y sincera a partes iguales. Había que allegar recursos, en especial comida y ropa. La embajada ucraniana en Madrid canalizó todo ese apoyo a través de una empresa de transportes. La Solana fue un municipio más, uno entre una legión. “Puedo asegurar que toda la ayuda llegó a la frontera de Polonia, y desde allí al frente”.

      Mientras la gente de La Solana, y de medio mundo, se ofrecía para ayudar, los ucranianos se ofrecían para combatir. Y la razón era clara como el cristal. “Los jóvenes ucranianos están dispuestos a morir para que Ucrania tenga un fututo en libertad”. Y es que Anna vivió su infancia en aquel Telón de Acero donde todo era en blanco y negro. Un recuerdo que permanece vivo en los más viejos del lugar… y no tan viejos, así que no están dispuestos a retroceder a ese mundo sombrío. “No queremos matar a ningún ruso, solo defendemos nuestro territorio, nuestra casa y nuestro pueblo”. “Bastante es que tendremos que reconstruirlo de nuevo y estamos dispuestos a ello”.

Pero el tiempo pasa deprisa. Más de un año se ha esfumado en un santiamén, aunque para ellos haya sido un año interminable. “Ha sido un año muy duro para nosotros que estamos en España, pero imaginad para los que están allí”. “Tiene que ser muy difícil para una madre dejar a su niño en el colegio, escuchar una sirena para refugiarse y no saber si podrá recogerlo con vida”.

Su mejor amiga de infancia sigue viviendo en Lviv (Leópolis), de donde es Anna. Aunque la ciudad está al oeste, lejos del Donbás, las sirenas aúllan y los misiles caen de vez en cuando. El 24 de febrero pasado, al cumplirse un año de la invasión, le envió un mensaje que habla por sí solo: “Rezad por nosotros porque con este tío loco (Putin) no sabemos lo que pueda pasar”.

-Concentración-24-2-22

Anna y su familia en la concentración de hace un año, con la guerra recién comenzada

A menudo le preguntan a Anna qué dicen las noticias desde España. Allí se agarran a la esperanza cuando ven que llegan presidentes occidentales para reunirse con Zelenski. Quieren ayuda porque la necesitan, y no solo alimentos o ropa. Necesitan armas. Se pregunta cuánto hubiera aguantado Ucrania sin la ayuda militar internacional; “Si no nos defendemos con armas, con qué nos vamos a defender”. Le parece simplemente iluso decir que no hay que enviarlas y que la solución es negociar. “El gobierno ruso no se va a echar atrás, no ahora”. Cree que se ha metido en una ratonera y que en la lógica del Kremlin solo cabe una victoria militar o, como mínimo, consolidar una posición de fuerza para forzar una negociación ventajosa. Y mientras esto sucede, la gente sigue muriendo. Ucranianos y rusos. Hermanos, en definitiva. “Mi abuelo era ruso”, nos recuerda Anna.

Admite su miedo a una escalada global: “Polonia y Lituania son países de la OTAN y están muy cerca de Rusia”, pero vuelve a ver la botella medio llena y hace una predicción algo sorprendente: “Todo el mundo dice que esta guerra va para largo, pero yo confío en que termine pronto”. Es más, da a entender que esta guerra puede ser el sarampión necesario para una mayor inmunización futura. “Cuando esta guerra termine creo que Europa mirará las cosas de otra manera y Ucrania será un país más de la Unión Europea”. “Ahora es muy difícil verlo, pero con el tiempo saldremos reforzados”.

A pesar de la cruda realidad, el optimismo de Anna es contagioso cuando uno la escucha. Nos dice que hay “mucha gente importante” en el mundo que quiere ayudar para reconstruir mi país. Un país que dejó a principios del año 2000, con destino directo a La Solana y su pequeña Caterina en brazos. Buscaba mejorar los diez euros mensuales que ganaba en el hospital Duque Leo de Lviv, donde trabajaba como enfermera en la planta de cirugía. Aquí ha progresado junto a su marido, Sergio, y aquí nació su hijo pequeño, Martin, que ya tiene 19 años. Están completamente adaptados, integrados y conformes con su vida en España. Pero les duele Ucrania. Por eso, toda la comunidad ucraniana de La Solana, como de tantos otros lugares, sueña con una única palabra: PAZ.

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